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PSOE, Pedro Sánchez, abstenciones y la lentitud del sistema

  • Adrián Pérez
  • 31 oct 2016
  • 3 Min. de lectura

A nadie le puede sorprender que el PSOE haya terminado cediendo ante el PP. Puede gustar más o menos, pero después de derribar a su secretario general y principal abanderado del ‘no’ a Rajoy, la abstención se daba por hecha. Cualquier decisión diferente hubiera sido una incongruencia. Y eso que dependía de la votación del comité federal, pero nadie plantea una revolución en la ejecutiva socialista sin tener la certeza de un apoyo amplio que permita llevar a cabo el objetivo final: abstenerse para salvar al PSOE.


Porque hay que tener claro que unas nuevas elecciones solo hubieran traído una victoria más abultada del PP y un nuevo accidente socialista. Pedro Sánchez era la cara visible de la oposición a Rajoy. Liderar y proponer la abstención hubiera supuesto el fin de su carrera política, al menos como persona de peso del partido. Por eso mantuvo su idea hasta que el partido se lo permitió.


De ahí que la verdadera pregunta de estos últimos meses no es si el PSOE debía o no facilitar la gobernabilidad del país. La situación necesita una reflexión más profunda. Al fondo de la cuestión surge una duda mayor, la de si los partidos políticos se deben a sus votantes, a todos los ciudadanos o a sí mismos. Es un tema de identidad. Poco a nada habrían cambiado los resultados para el PSOE si se hubieran convocado otras elecciones. Quizá, para muchos hubiera salvado su imagen, sus ideales y su honradez. Pero hubiera obligado a decidir de nuevo a un país que ya ha dicho, por dos veces, quién quiere que gobierne. El partido socialista se ha visto en un cruce de caminos en el que cualquier dirección le entregaba a los leones: continuar con la negativa a Rajoy permitía al partido mantener su palabra pero le acercaba a una nueva derrota electoral. Abstenerse traiciona la tradición socialista pero salva al grupo de una nueva debacle en las urnas.


La alternativa era una propuesta de izquierdas, pero las combinaciones eran demasiado complejas y contradecían el discurso que los socialistas han mantenido durante mucho tiempo. Además, a Podemos tampoco parece importarle tener que asumir el papel de la verdadera oposición a la derecha española, de hecho es como siempre se ha mostrado, y ahora tiene motivos para presentarse como tal. La situación en la que se encuentra el PSOE es difícil de analizar, por eso un tweet o un comentario en Facebook son insuficientes para definir su problema. Aquí no valen las simplificaciones.


EL PSOE parece un partido roto, divido en dos partes que miran al futuro de forma distinta, y que sobre todo provienen de un entorno diferente, aunque como en todo hay excepciones. Una facción es la que representa Susana Díaz y que tiene fuerza en las áreas más rurales de España, zonas en las que el socialismo se entiende como una ideología más conservadora de lo que podría parecer. La otra parte es urbana y joven. Juvenil en el sentido de cómo se entiende la política y el socialismo, no en la edad de quienes lo representan. La historia siempre se repite. Son las grandes urbes las que lideran cambios culturales que con el tiempo se expanden hacia otros lugares.


Lo cierto es que el PSOE nos ha hecho un favor. Las divisiones, los comités y las gestoras han servido para llenar páginas de periódicos y minutos de televisión que de otro modo hubieran tenido serias dificultades para ofrecer contenido político novedoso. Aun así, este año se ha hecho eterno. Y además no se sabe bien por qué. Es como si todos los elementos económicos, sociales y culturales hubieran dado un acelerón en los últimos cincuenta años pero la democracia se hubiera quedado descolgada. Es complicado justificar que en diez meses apenas haya habido cuatro o cinco sesiones importantes en el Congreso de los Diputados. La lentitud del sistema solo hace que alejar -más si cabe- a la gente de la política.

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